Os saludo y os confío mi inmensa alegría al enviaros este mensaje. Son palabras y sentimientos que reúno ante el Señor Jesús, Buen Pastor. A su corazón misericordioso le pido que ilumine vuestra mente, encienda vuestro corazón y llene de sentido y dinamismo vuestra vida.
Todos los días os llevo en el corazón y ruego incesantemente por vosotros; sí, pido por vosotros, porque mantenerme unido a Cristo y entregarme totalmente a vosotros es la orientación profunda de mi vida. En este sentido pido siempre por vosotros y cuando, al visitar las casas salesianas extendidas en el mundo, encuentro vuestros rostros, me alegro y bendigo al Señor. En vuestros ojos luminosos y alegres leo un gran deseo de vivir y un sueño oculto de hacer de vuestra vida algo hermoso. Naturalmente os planteáis la pregunta: ¿qué hacer y cómo hacerlo? Me inquieta que muchos de vosotros estéis todavía inciertos y confusos; y sé muy bien que no esperáis desde luego nada de teorías y programas.
Para responder a vuestra pregunta, entonces, no puedo sino hablaros con el corazón de nuestro padre Don Bosco. Es él el que ahora os habla a través de mí, es él que el que toma a su cuidado vuestra vida presente y la futura, porque os quiere felices en esta tierra y para siempre.
Querría haceros conocer, queridos Jóvenes, lo que me ha hecho entender, de manera cada vez más profunda, el sentido de mi vida. Esto, para mí, ha surgido y ha encontrado su desarrollo a través del encuentro con una persona “viva”.
Ésta fue para mí, ante todo, mi madre Margarita. Cuando contemplábamos juntos un bonito campo de trigo maduro, ella me decía: «Demos gracias al Señor, Juanito. Él ha sido bueno con nosotros. Nos ha dado el pan de cada día». Después de haberle contado el sueño que iba a marcar mi vida, con la intuición que sólo el corazón de una madre puede descubrir, exclamó: «Quien sabe si no llegarás a ser sacerdote». Palabras sencillas, que me hacían entender que Dios había soñado conmigo, que Dios tenía para mí un sueño que realizar, un designio, un proyecto maravilloso, una historia de amor que misteriosa y silenciosamente iba tejiendo dentro de mí: entregar mi vida a los jóvenes, para ellos y con ellos. Todo esto me hacía soñar en grande.
El sentido religioso de la vida me lo enseñaba mi madre no sólo con palabras, sino también y sobre todo con sus ejemplos, como, cuando despertada por los vecinos en medio de la noche, para atender a un enfermo grave, se levantaba y echando a correr iba a prestarle su ayuda. La misma prontitud y el mismo amor mostraba cuando al mendigo que llamaba a la puerta, no le negaba nunca un pedazo de pan o una sopa caliente.
Aprendí de ese modo que no basta con soñar, sino que hace falta pagar un precio para que los sueños se hagan realidad. De ella aprendí los gestos de la religiosidad sencilla, la costumbre de la oración, del cumplimiento del deber, del sacrificio. Su presencia amorosa me recordaba que la vida es el don más precioso que Dios nos ha hecho y que debemos devolvérsela cargada de frutos y de buenas obras.
A lo largo de mi vida, sobre todo cuando tenía que tomar decisiones importantes, encontré a otras personas, iluminadas por el Espíritu, que me ayudaron a comprender que la vida es vocación y compromiso de entrega, y me guiaron en la escucha de la llamada del Señor y en la acogida de la misión que Él me confiaba. Esta experiencia personal me convenció con fuerza de la importancia, para los jóvenes, de encontrar un ambiente donde se respiran y se viven los grandes valores humanos y cristianos, así como la importancia de encontrar adultos seguros, guías espirituales capaces de encarnar los valores que proclaman, presentándose como testigos creíbles y modelos de vida. En el oratorio de Valdocco el clima de familia que yo había creado no era el de un invernadero cálido, de un nido, donde los tímidos y los frioleros pudiesen sentirse a gusto sin desprenderse de su visión pusilánime de la vida. ¡No! Valdocco era un laboratorio donde se elaboraba cultura vocacional. Yo guiaba a mis jóvenes hacia su maduración real de hombres y de cristianos según el Espíritu de libertad del evangelio, haciendo que se convirtiesen en “personas-para-los-otros”.
Las vigorosas personalidades crecidas en Valdocco son la prueba: desde Domingo Savio y Miguel Magone hasta los pioneros misioneros: Cagliero, Lasagna, Costamagna, Fagnano; y después Rua, Albera y Rinaldi, mis primeros sucesores, y tantas otras figuras de alto relieve, sacerdotes y salesianos coadjutores, religiosos y laicos comprometidos en la sociedad y en la Iglesia. Se respiraba un aire vocacional, un deseo de hacer de la vida un gran regalo a la Iglesia y a la sociedad. Después de mí muchos otros salesianos y laicos de la Familia Salesiana hicieron esta misma experiencia en sus casas.
También vosotros, jóvenes, podéis encontrar personas de referencia en la familia o en el ambiente que os rodea. Hay personas estupendas, ricas humanamente y capaces de vivir y testimoniar una profunda espiritualidad. Podéis mirarlas como modelos concretos para vuestra vida. Son sacerdotes, personas consagradas, laicos y laicas que viven con alegría la plenitud del bautismo. Guiados por el Espíritu y a la escucha de la Palabra de Dios, han sido capaces de desarrollar su vida cristiana hasta hacer tomar decisiones de vida valientes y comprometidas. Se han convertido de ese modo en testigos auténticos de Cristo en la Iglesia y en la sociedad.
Esas personas son, para vosotros, un poco como Juan Bautista, testigos y mediadores del encuentro con Jesús. El Bautista, en efecto, señaló a Jesús de Nazaret a sus discípulos como el que podía satisfacer los deseos más profundos de su corazón, el que podía llenar de sentido y de alegría su vida, él que era verdaderamente “el camino, la verdad y la vida”. Los testigos de hoy, los que encontramos en nuestro camino, son “nuestros Juan Bautista”. ¡Los que, una vez más, nos señalan al Señor de la Vida!
Sucede de ese modo que no sólo el camino de los creyentes, sino la vida de cada hombre se cruza en un momento determinado con el rostro y la mirada de Jesús y ese encuentro puede ser decisivo. Desde el encuentro con Jesús de aquellos primeros discípulos hasta hoy, la invitación ha “conquistado” a muchos jóvenes, hombres y mujeres. «Hemos encontrado al Mesías» testimoniará Andrés a su hermano Simón. «Hemos encontrado a aquel del que escribieron Moisés y los profetas, Jesús de Nazaret», confesará Felipe a Natanael. «¿Con quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna» le dirá Pedro. Para todos fue, es y será un encuentro que marca toda la vida. Uno de los discípulos de Juan llega a recordar el instante preciso del encuentro con Jesús: «Eran sobre la cuatro de la tarde».
No podéis resignaros a vivir vuestra vida como si fuese un simple ciclo biológico (nacer, crecer, reproducirse y morir); no podéis plantear vuestra existencia como una vida carente de energía, anémica, sin pasión en lo que se refiere a Dios y al prójimo. No podéis malgastar vuestra vida rebajándoos al papel de consumidores y espectadores. Vosotros estáis llamados a ser protagonistas en la sociedad y en la Iglesia: «Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo», diría Jesús.
La decisión de seguir a Jesús de modo radical se juega totalmente en la apuesta de poderse enamorar de Dios y consumirse por el hombre, especialmente el más pobre y abandonado.
¡Sí, queridos jóvenes! “Hoy” Dios tiene necesidad de vosotros para “rehacer” el mundo. Todo hombre, toda mujer tiene un sueño por el que vive y del que habla Yo, movido por el Espíritu de Jesús, he cultivado siempre y todavía hoy cultivo mi sueño: un gran movimiento de adultos y jóvenes que sea profecía de este nuevo mundo. Un mundo en el que cada hombre pueda obtener justicia.
Un mundo en cuyo centro estén los “pequeños”, los últimos. Un mundo en el que las personas sean entre sí hermanos y hermanas. Este nuevo mundo puede tomar forma, hacerse real, si seguís a Jesús, si tomáis de corazón sus palabras y realizáis así el sueño de Dios.
Todos juntos podemos dar vida a un gran Movimiento salesiano dirigido a ayudar a los jóvenes, sobre todo los más pobres y en dificultad, proyectando el presente y el futuro, apuntando a objetivos importantes para la renovación de nosotros mismos y de los demás, contribuyendo de manera determinante en el cambio del mundo y de la historia. La Familia Salesiana quiere asumir este compromiso como una vocación y una misión especial. Y vosotros, queridos jóvenes, en esta Familia tenéis que sentiros como en vuestra propia casa, sabiendo que sois la alegría y el fruto más maduro de nuestro trabajo.
En la Iglesia y en la Familia Salesiana hay diferentes vocaciones, pero la obra educadora y evangelizadora, a la que estamos llamados, ahonda siempre sus raíces en la profundidad y en la ternura del amor de Dios, llega a nosotros a través del amor de entrega de Cristo y se transmite a la humanidad a través de la entrega total a otros hombres y mujeres.
La vocación no es nunca una fuga de una realidad hostil, percibida como difícil o desalentadora, ni tampoco una opción que tenga como primer objetivo la eficacia apostólica, sino que es más bien un camino da amor que lleva hacia el Amor.
Y de la experiencia fundamental de un amor que se ofrece como único y exclusivo, brota un modo nuevo de ver y afrontar la realidad. El corazón purificado por la entrega a Dios y por el Espíritu Santo, se hace capaz de leer la belleza interior de cada criatura y de amarla desinteresadamente. Es la misericordia misma de Dios la que se adueña del corazón humano y cura todo dolor, toda debilidad.
Yo pido por vosotros, queridos jóvenes, para que también hoy muchos de vosotros se dejen seducir, fascinar por Dios hasta entregarse totalmente a Él. Si os ponéis al servicio del Amor no os faltarán alegrías profundas. Son las alegrías de la fecundidad que viene de la intimidad con Dios y de la fatiga del obrero que vive sólo para la causa del Reino.
Pido también por mis queridos hijos, los Salesianos, para que puedan vivir con alegría y fidelidad la gran aventura de la paternidad espiritual. Que puedan ser vuestros guías competentes en la búsqueda de sentido y en la elaboración de vuestro proyecto de vida; hermanos sinceros que se hacen compañeros vuestros de viaje y os repartan la Palabra de Dios que da vida, ilumina, robustece en el fatigoso camino. La Palabra que abre a la oración y enciende el fuego secreto que llevamos en el corazón.
Sin esta capacidad contemplativa nuestra vida espiritual y apostólica no se sostiene. Sed, queridos Salesianos, guías lucidos para los que piden una dirección espiritual y que practican la vida sacramental y eclesial; maestros sabios y pacientes para el que se entrega a la búsqueda de la propia vocación.
Pido, especialmente, que el Espíritu Santo suscite obreros celosos, creativos, capaces de ir al encuentro de todos esos jóvenes que hoy no llaman ya a la puerta de la Iglesia. Se trata de jóvenes que, en su camino hacia la estrella, querrían encontrar a los magos más que a los escribas de Jerusalén; jóvenes que no nos preguntan todavía qué hay que creer, sino más bien que significa creer. Para todo esto es necesario un verdadero cambio de perspectiva pastoral.
Queridísimos Jóvenes y amadísimos Salesianos, pongamos bajo la mirada materna de María nuestra vida como vocación y nuestra misión educativa. María fue Quien se hizo discípula del Señor, en escucha continua, en el corazón y en la vida, de la Palabra de Dios. Fue Ella la que respondió a la llamada de Dios con la entrega total, valiente y libre, de sí misma: «He aquí la sierva del Señor». De Ella, mujer nueva, maestra de fe y de estupor, la Familia Salesiana aprende a ser discípula del Señor y “Madre”, que, en el amor, engendra y educa a los jóvenes a la entrega generosa de su vida para alcanzar la plenitud.
Turín, 31 de enero de 2011
Sac. Juan Bosco
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